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27 abr 2014

UNA AUTOCRÍTICA ES MEJOR QUE UNA AUTOPSIA

Algunos de mis más cercanos vecinos me han sugerido escribir mis experiencias. En realidad, no considero reunir suficientes merecimientos para ello. Soy un simple octogenario de a pie. De esos que nunca tuvieron automóvil propio, pero con suficiente autoestima para poder conquistar cierta autonomía económica, sin convertirme por ello en un autómata, más bien realizarme como ser social, y aunque me considere con autoridad suficiente para dar a conocer mi autobiografía, sin reclamar derecho autoral alguno, prefiero comenzar con esta autocrítica antes de que me hagan la autopsia. He aquí pues mis autorizados diez mandamientos.
Sí señor, hay que reconocer los errores propios para entender los ajenos.
Admito que fui un niño ingenuo. Chiquito y feo, pero me las creía todas. Obediente a las enseñanzas paternas, aplicado en la instrucción primaria, fanático de los cómics, del cine de aventuras y otros cuentos de camino. Incluso, crecí creyendo a pie juntillas toda la papilla manipuladora de la publicidad al uso: “Que Rina era duro, duro de verdad…” “Que usted también podía tener un Buick…” y hasta…“Que Mejor Mejora Mejoral…” Todo eso envuelto en papel celofán o de regalo y con un pegajoso jingle musical de fondo.
¿Habrá ser humano capaz de escapar a tamaña encerrona mediática?
Sí, debo confesar que a mi me llegó la hora del cuajo, cuando al traspasar las puertas del bozo facial –o sea de la inocencia a la adolescencia--, me vi huérfano de padre trabajador y madre ama de casa.
Ahí empezó mi huérfano peregrinar por el camino de la suspicacia: Me vi lento y sudoroso en el vía crucis de la calle Desamparados en la Habana Vieja. Por allí tuve que transitar muchas veces de una imprenta a otra empujando una carretilla repleta de lingotes de plomo; carga pesada tres veces mayor que mi peso corporal.
¿Y por qué…? Tuve mis dudas, pero pronto la realidad me las aclaró:
Sencillamente porque según la Internacional, todos los proletarios del mundo debían unirse y aportar un por ciento de sus salarios para la seguridad social. Pero cuando les llegaba la hora del cuajo, es decir de la jubilación, se enteraban de que la Caja del Retiro había sido desfalcada por los propios dirigentes sindicales del mujalismo--como ocurrió con el fallecimiento de mi padre—cuando mi mamá y yo nos quedamos sin pensión alguna, es decir: En la calle y sin llavín.
Aún así, todavía no me consideraba un volteriano integral: Tuve que comprobar lo aprendido en las clases de anatomía, que en todo organismo vivo su piel o su corteza es solo la envoltura, no el producto. La cáscara guarda el palo. Además filosóficamente hablando, todo fenómeno aparenta algo, pero lo fundamental es su esencia.
¿Y qué pasaba?
Pues, que si dicha cáscara—pigmentación humana--no se correspondía con los cánones Made in Hollywood, difícil que pudiera poner—si hombre-locutor--la cara para un programa de televisión--o si mujer-dependienta--atender a la clientela tras el mostrador de una tienda de Encanto a Precios Fijos en Flogar. A lo sumo, él debía pasar en off a la radio, y a ella le quedaba la opción de alguna plaza en tiendecillas de poca monta, como El Machetazo o El Cañonazo, de la calle Monte, con las populares ventas-quemazón. Es decir: Gangas de diez pesos rebajadas a $9.99.
A veces escapaban aquellos cuyos antepasados tuvieron el privilegio de blanquearles el pedigree camino hacia el futuro--ya oficialmente o en concubinato--. Aún así, a cada rato algún chuzco te preguntaba: --¿Y tu abuela dónde está? Donde también asomaba la oreja peluda del machismo:
¿Por qué no tu abuelo en vez de abuela?
Si yo hombre, masculino y lógicamente también machista, sufría esas consecuencias. ¿Qué podíamos dejar para las compañeras víctima de una tripe discriminación por mujer, negra y revolucionaria: ¡Jamás un signo de multiplicar dividió tanto!
Así las cosas, entré al Reino de este Mundo por las puertas del agnosticismo. No creía ni en “mimismo” como diría más tarde el hipócrita de Lindoro por televisión.
Comprendo que este pensamiento tan radical es malo, pero ¿qué le vamos a hacer? ¿Acaso Don Tomás Estrada Palma, Don José Miguel Gómez, Don Mario García Menocal o Don Gerardo Machado y similares? Todos ellos caracterizados como--Generales y Doctores— con grados obtenidos en las Guerras de Independencia: ¿No fueron los primeros paniaguados de la República mediatizada?
Recordemos a Bolívar al final de sus días, crucificado por algunos de sus más cercanos colaboradores incluyendo aquel Santo-traidor de apellido Santander.
Hasta de las telenovelas se aprende: ¿Cómo surgió aquel Señorito Malta en “Roque Santeiro” sino del caudillismo brasileño que parió no pocos coroneles cabalgando sobre las espaldas de Tiradentes?
¿En quien confiar? ¿A qué atenernos?
Vayamos en sentido contrario según las lúcidas enseñanzas del Maestro…”Ser cultos para ser libres”
Es cierto, la ignorancia mata a los hombres. Pero…¿Acaso el desarrollo científico-técnico actual no amenaza a los pueblos sino a toda la humanidad en solo segundos atómicos? Sabemos cuál es la causa, Fidel lo dijo en la ONU: “Cese la filosofía del despojo y cesará la filosofía de la guerra”.
¿Son o no las contiendas bélicas productos de la cultura misma unida a la ambición de los hombres? El genial Einstein al final de sus días, sin renunciar a sus descubrimientos, dudó del debido uso que se les daba a los mismos. Hoy divulgamos y hasta adoramos los Premios Nobel de la Paz. ¿Cuántos de los que lo ostentan realmente se los ganaron? ¿Y la dinamita que tanta riqueza le proporcionó al supuesto benefactor, no ha destripado millones de vidas?
Tengo suficientes razones para ser receloso. Pero aún así sigo siendo optimista: Juro por mi Dios–-el Yin y el Yan—que creo en el equilibrio del mundo. Si para algunos existe el Dios y el Diablo, lógico que haya seres humanos buenos, malos y hasta ni fu ni fa.
El agnóstico que aún pudiera vegetar en mis más viejas neuronas indica que, todo muy bien, que por eso se luchó, que hemos avanzado más de lo que habíamos soñado, que los niños son el futuro del mundo, y que nuestra juventud continuará la obra de la Revolución, que la cultura nos hará más libres, pero no debemos abandonar tampoco el taller de producir, de crear riquezas; en fin, no dejemos que se oxiden las herramientas olvidadas en un rincón, ni el fusil para defenderlas.
Porque el trabajo es la fuente de todas las riquezas y el capitalista es su peor enemigo—del trabajo--no de las riquezas; así como los parásitos sociales sus mejores aliados, pues resultan burgueses en potencia.
Me pongo de ejemplo: Cuando ya octogenario, pluma en mano me inclino sobre la mesa de dibujo, o frente al teclado de la computadora, se me olvida el reuma, todos los achaques y las tragedias existenciales. No sé si seré recompensado por ello. Soy yo y mi obra, o el campesino y la suya, que la siembra, la abona, la cultiva, la ve crecer y desarrollarse a golpe de azada y sudor.
¿Y qué decir del taller lleno de inhalaciones de plomo que dejé atrás con mis sueños de juventud? Soy feliz, porque ya no existen aquellos dinosaurios antediluvianos llamados linotipos y veo a mis hijos, mis nietos y hasta bisnietos haciendo tal vez similares trabajos, pero más humanizados, digitalizándolos, sin toxinas ambientales, y sin las tres DES de las desgracias: El despido, el desalojo y el desahucio.
Pero eso no cayó del cielo. Eso se luchó, y por mucho más tiempo del que muchos pensaron. Recuerden que los ricos siempre serán minoría y que el poder corrompe cuando se ejerce con prepotencia y egoísmo—es decir--cuando se practica a espaldas del pueblo. Regresemos pues a ese indeseable personaje llamado Lindoro--cuando se va inflado y solitario en su automóvil con el timón entre las manos y a fuerza de ver pasar las señales del tránsito a velocidad supersónica, se olvida del bosque. Tiene y debe bajarse de esa nube y también del auto para caminarlo a pie--de paso se baja también de peso—pero con ello se adquiere agilidad y salud. Es en ese obeso cuadro donde se pierden algunos cuadros.
Por experiencia propia durante años al frente de un equipo altamente competitivo, vi como envejecían los mejores expertos sin un aprendiz al lado para heredar sus experiencias ni recibir el relevo oportuno en el taller de la vida. Fue un bache muy difícil de cubrir más tarde. Tampoco creo en el paternalismo: Los jóvenes deben ver y escuchar mucho, para competir con los de más experiencia mediante la superación permanente. Saber que lo que más duele es ver al ídolo caído. Tengo más de 80 años pero no creo en eso de que…”…Ausencia quiere decir olvido..”. El exótico ejemplo del “Buenavista Social Club” no debería repetirse nunca más. Debiéramos redescubrirnos a diario sin intervenciones foráneas.
Por otro lado, el novato, el bisoño, el prospecto, es como un hijo, un nieto, un diamante en bruto y debe pulirse en el taller de la vida para que brille con más esplendor. Donde se aprende de verdad es en la competitividad. Al luchar en igualdad de condiciones, la experiencia ajena ayuda a combatir las deficiencias propias. La emulación sin una verdadera recompensa resulta también una simulación. Quisimos dulcificar el vocablo y nos hemos dado cuenta de que aunque los mediocres se conformen con poco, causan grandes daños con su mal ejemplo.
Quien no respete los verdaderos valores y quiera escalar por encima de ellos tentados por la avaricia, la codicia, la ambición, la usura o el egoísmo--que para el caso es lo mismo—a la larga, la vida le pasará la cuenta y jamás será feliz, por mucho protagonismo que pretenda aunque de momento lo encumbre. De allá arriba la caída es más fuerte y por tanto duele más.
Estas reflexiones me vienen a la mente tras las deliberaciones de la Segunda Cumbre de la CELAC celebrada en nuestro país a principios de año, la cual demostró una vez más que en la unión está la fuerza y que Nuestra América se acerca cada vez más a la Patria Grande que soñó Bolívar y lo secundara tan sabiamente nuestro Apóstol José Martí. Pero que el enemigo-–ese que no perdona—nos acecha peligrosamente, es más taimado que nunca, incluso enmascarándose en un diminuto e “inocente” ZunZuneo esperando el menor desliz para atacarnos a la menor señal de debilidad. De ahí que les haya brindado esta--mi autocrítica--en vez de nuestra autopsia.

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